miércoles, julio 9

Herida Abierta II

Me avergüenzo.

Lo reconozco. Y también me vergüenza reconocerlo. Y así una y otra vez, un eterno bucle, mi forma de vivir. Por eso quizás empecé a escribir esto a modo de confesión, la cual nunca leerá nadie, ni aquel Doctor Olvido disfrazado de segunda oportunidad, ni las señoras que me visitan a diario, ni la señora que bajo el reconocido título de madre me llamaba cada día señalado en el calendario para recordarme lo culpable que soy de que seamos desconocidas, e incluso hacerme cargar con la responsabilidad de que se marchara el señor que decidió prescindir del título de padre cuando yo apenas era capaz de articular más de cinco palabras seguidas, curiosamente, pero eso ella no lo recuerda, la misma tarde en que aquel otro hombre se encerró a hablar de cosas de mayores en el cuarto dormitorio. No lo leerá ella, y tampoco lo leerá él. El tipo a olvidar. Si lo hiciera, quizás comprendería porque terminé en aquella historia.

Hasta ahora lo que se podría saber de mi leyendo esto, es que soy una joven un tanto desquiciada, que por culpa de una cruel infancia y un aparente desamor corrió en busca de felicidad a base de eliminar recuerdos a una de esas clínicas. Ah, y que trabajo en una tienda de alta costura. E imagino que uno pensaría que soy el típico caso de treintañera frustrada al perder a su macho dominante, el cual, con un poco de suerte y empuje le haría una barriga para justificar tener su compañía eternamente, a pesar de todo, y por motivo de esto, podría entenderse que al no ser auto suficiente económicamente, me metí a trabajar de dependienta, puesto que mi nivel de estudios no me da para más.

Podría ser. Perfectamente. Pero de eso no me avergonzaría.

Hablaré de mi vida laboral. Por lo que a mi respecta. Y si por mi fuese, cambiarían muchas cosas en este circo del capitalismo. Vender mi vida a cualquier precio, únicamente para poder morir de una forma digna. Escapar de la expresión “No tener donde caerse muerto”. Creo que a todos nos aterra esa idea. Que dirán los demás? Sin lugar a dudas, algo que comprendí es que no me importaba no tener donde caerme muerta, me importaba que me señalaban. Mis mejores años los pasé con apenas dos mil pesetas en el bolsillo, para toda la semana, comiendo furtivamente de restos en terrazas de bar, o haciendo trueque ofreciendo conversación a algunas de esas personas que quedan por el mundo a las que les importan las personas. El poco dinero que ganaba, aunque era quizás aprovecharse del viandante, lo gané a modo de titiritera ambulante. Entretenía a los pequeños en plazas de grandes ciudades, mientras sus madres se desentendía de ellos tomando el vermut de las doce y me daban la calderilla que les sobraba de comprar tabaco. No les importaba con quien estuviesen sus hijos, sólo que no molestasen en su momento “sociedad”. Yo podría ser una perfecta psicópata pedófila usando mi arte como cebo para llamar la atención de aquellas criaturas.

Pero no.

Esta vez tuvieron suerte.

Si en algún momento decidiese ejercer justicia, ellos serían los últimos perjudicados. La culpa no es suya. Aunque tampoco de sus padres. Creo que podría llevar a cabo una revolución contando con la ayuda de esos pequeños.

No tenía donde caerme muerta. Pero tampoco me preocupaba. Ese viaje lo hacía sola. O con todo el mundo, según se entienda. Creo que he dormido en más playas de las que cualquier persona podría nombrar. He amanecido entre un mar de patadas de esos que por firmar en un papel creen ser dueños de algo que lleva toda una vida ahí. También me abrazaron a su manera esos nuevos radicales. Es sorprendente. Recuerdo cuando veía en la tele aquellos casos de enfrentamientos de los movimientos ultra violentos. Supongo que tras un cambio, algunas reacciones son, no normales, pero si entendibles. Como bien me contó aquel doctor del olvido, la mente humana es muy limitada a la hora de asimilar las cosas.

La novedad enfrenta. Arte abstracto escandaliza a los más mayores, los piercings en lugares inimaginables, tatuajes, drogas con nombres impronunciables y efectos inclasificables. La mujer trabajadora, con los mismos derechos que el hombre, el hombre de color quitando puestos de trabajo en otro país. Que osado. Que provocación.

Como bien he contado, amanecí apaleada. Siquiera soy de color, y alguno de los que me hizo saltar los dientes era mi vecino. Pero tan sólo pude dedicar mis fuerzas a protegerme, allí, enrollada en el suelo en posición fetal. Completamente indefensa mientras esa panda de animales alcoholizados descargaban su ira, sus miedos y complejos a patadas contra mi columna vertebral, bajo el grito de “ Esta es nuestra zona.”

Y me fui.

Pasé años viajando. Y cuando creí haber visto todo lo que debía. Comencé a tener sed de entendimiento. Había conocido lugares espectaculares. Culturas completamente diferentes. Pero necesitaba entender todo aquello. Comencé a estudiar, pasé muchos años siendo una universitaria más, me fascinaba todo aquello. Y aquella señora denominada madre, se sentiría orgullosa de mi. Si, lo haría si me hubiese dado ocasión de contarle todo esto.
Recuerdo el día que volví a saber de ella. Apenas había terminado mi primer año de carrera, cuando se pusieron en contacto conmigo los servicios sociales. De repente, tras casi 15 años sin saber absolutamente nada.

Mi madre recurría a mi. Pero indirectamente.

Jamás creí que diría esto, pero fue horrible reencontrarme con ella. No tenía relación con ella apenas, más que esas llamadas furtivas, pero la última vez que la vi, hace años ya de ello, era una mujer típica de las que visitan mi tienda. Sólo que con menos dinero. Pero verla ahora, me destrozó. Como todas las niñas, en algún momento tenemos de referente la imagen de nuestra madre. Yo no la tuve de pequeña, nunca comprendí porque pasaba más tiempo tratando asuntos personales con esos tipos que conmigo, y tampoco cuando decidió compartir su vida con aquel extraño hombre, la convirtió en parte de sus posesiones. Ahora se trataba de una mujer completamente destrozada. Recordaba mi nombre, aunque apenas podía pronunciarlo por los golpes. Y nada más, no recordaba más. El resto se lo había inventado. Me contaba historias sobre discusiones, gente que se pone nerviosa, creo que he oído en la tele cosas sobre esto, no me gustaba, y decidí quedarme con lo importante. Era completamente desgraciada. Ah, si, había tenido un hijo. Pero no sabía nada de él.

No se si era por la cantidad de sedantes que llevaba encima, o porque mi presencia le servía de placebo, pero cuando le cogí de la mano, tras unos segundos de presión, pude notar como su respiración iba bajando la velocidad, y dormía tranquilamente.

Demasiado tranquilamente.

Dejé que durmiese durante horas, no se cuantas, alguna que otra enfermera pasaba, debía medicarse, o alimentarse, o cambiarse de posición... Pero impedí que se acercaran a ella, tan sólo necesitaba dormir, dormir tranquila... Y era a mi a quien había recurrido.
Demasiado tranquila... Demasiadas horas.

Acaso era aquello normal?

Se dejó morir bajo mi mirada. No se cuantas horas pasaron desde que dejé de notar su pulso, el cual, a medida que iba disminuyendo, aumentaba el mío a un ritmo insoportable.
Una vez, aunque parezca increíble, vi algo interesante en la televisión. Era sobra los elefantes, contaba que una vez llega su hora de morir, estos animales abandonan la manada en silencio, a un ritmo más lento del acostumbrado y con la trompa baja se adentran en un camino hacia su muerte.

No quería soltarla, otra vez más no, otros 15 años, que ahora no serían 15. No me dejó explicarle nada. No estaba siendo justa. Ni siquiera me había hablado de él. Me sentía como aquel pequeño elefante que lucha por seguir atado a la cola de su madre, mientras ella se dirige a ese último destino.

Eso me hizo daño.

No hay comentarios: