jueves, octubre 25





Se trataba de una sensación extraña. ¿Extraña por nueva? Si. Una especie de melancolía cargada de hostilidad, de malas palabras. Sin malas intenciones, pero sin un fin concreto. Un día, sin querer darse cuenta, pero haciéndolo, dejó de sonreir al recordar toda esa parafernalia romántica que habian inventado, todo eso que adornaba los momentos más bajos y pueriles en donde se buscaban entre caricias inoportunas y besos mendigados. Dejó de hacerle gracia todo eso. Se reconoció pequeña, e insignificante, tanto que dejó de verse, no alcanzaba. No se identificaba con lo que ese espejo reflejaba. Por fin vió que ni siquiera formaba parte de su propia historia, antes protagonista, ahora secundario, o más bien marioneta, sus cuerdas estaban bajo el mando de otra vida y el mayor de los caprichosos, el destino. Como el peor de los actores se veía escupiendo palabras, daba igual el que, era siempre lo mismo. Podría recitar a cortazar, o la lista de la compra, que no encontraríamos diferencia. Un día se cansó. Se cansó de esa rutina que antes adoraba, por ser rutina compartida. Amanecer un día gris, y hacerlo bicolor, despertar con ganas de llorar, y hacerlo, pero de alegría, se cansó de las razones sin razón, de los si porque sí, de los no, porque no. Se cansó de hacer de tripas corazón cada madrugada en que sus instintos más básicos se veían atormentados y se convertían en terroristas carnales. Quizás, si hubiese robado el número exacto de caricias, no tendría que arañar mi piel buscando restos de esa calidez. Calidez que una mañana cualquiera hacía estremecer sus sentidos. Se asustaba pensando que el día menos pensado el gris volvería a teñir todo de conformismo y mediocridad, que dejaría de sentirse cómplice y testigo, recordó todo lo que le había llevado a estar donde está, y olvidó que prometió no olvidar, recordó como con el paso de los años, cada caricia parecía una diferente, no existía un sólo beso sin esa sensación, no recordaba un solo minuto de decepción. No imaginaba una manera más increible de perder el tiempo. Y se vió ante la puerta de la normalidad, sin más lenguajes sin palabras, dejando de decir lo que se siente, para sentir haberlo dicho. Juró que ese día dejaría de respirar, a la de tres...

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